¿Podemos confiar en que los gobiernos reduzcan el CO2?
No.
Desde luego, no al ritmo que sería deseable para minimizar el cambio climático y sus consecuencias sobre los hábitats humanos.
Ya existen tecnologías eficientes, en términos de Coste/Beneficio, para disminuir las emisiones.
Sin embargo, la mayor parte de las inversiones se dirigen hacia el descubrimiento y desarrollo de más recursos fósiles, convencionales o no.
Un estudio de Greenpeace demuestra que el 98% de créditos del Banco Mundial (BM) van a proyectos que agravan el calentamiento del planeta.
En lugar de contemplar el problema desde una perspectiva global y responsable a medio plazo, los gobiernos, hasta ahora, abanderan intereses locales, materialistas y efímeros.
Ponen barreras institucionales, dan incentivos inadecuados, favorecen los intereses creados, evitan crear agencias reguladoras efectivas, y dan información inexacta, sesgada o falsa.
Los países que más CO2 emiten, EEUU y China, no se han comprometido a ninguna reducción en base al Protocolo de Kioto.
Tampoco se han comprometido otros países que han registrado un rápido desarrollo, como India, Brasil, Indonesia o Vietnam… Y, al no estar obligados a reducir sus emisiones, se han convertido en los destinos perfectos donde los países desarrollados externalizan sus operaciones industriales.
Gran Bretaña, Francia y Alemania pueden presumir de que sus economías se han vuelto «más ecológicas», pero, en realidad, el trabajo sucio lo están haciendo por ellos los países en desarrollo, que de paso emiten más gases de efecto invernadero de los que es capaz de reducir Europa.
De forma que China, EEUU e India, sin ataduras, suman prácticamente el 50% de las emisiones de CO2 a la atmósfera.
Es más: gracias a una filtración, sabemos que EEUU, que alberga al 4% de la población mundial pero emite el 25% del CO2, llevó en su agenda para la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP19) de 2013 celebrada en Varsovia, los objetivos de:
«Minimizar la importancia de los daños y pérdidas del calentamiento global, promover los intereses privados en el Fondo Verde para el Clima [un instrumento para financiar a las empresas multinacionales], y retrasar los plazos para reducir las emisiones«.
Es fácil adivinar que la cumbre COP19 terminó en otro sonoro fracaso de la lucha contra el cambio climático para la transición hacia un futuro sostenible.
Por ello, organizaciones y movimientos como Greenpeace, OXFAM, CSI, ACTIONAID, AMIGOS DE LA TIERRA y WWF decidieron retirar a sus delegaciones del evento.
Europa lidera las intenciones de reducción de emisiones de CO2 en el mundo, en efecto… al estilo neoliberal.
Y han creado un mercado bursátil de «Bonos de CO2«, asignando cuotas de CO2 a las empresas. Si una empresa no agota su cuota, puede vender ese sobrante a las empresas que sí rebasaron el cupo que les fue asignado.
Al amparo de este esquema de asignación de cuotas, el Sistema Europeo de transacciones de Emisiones (ETS) se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos en materia de especulación financiera.
Casi todos los Bancos europeos importantes, y la mayoría de las grandes corporaciones multinacionales de la Unión Europea (UE), están involucrados en esta especulación con «Bonos de CO2«, también llamados «Derechos de Emisión«.
Por eso, no sorprende que la Asociación Internacional de Comercio de Emisiones (AICE; en inglés, IETA), el principal lobby de los especuladores del mercado mundial de «Bonos de CO2«, haya sido uno de los organismos con mayor presencia en todas las conferencias sobre el clima.
En 2003, se compraron y vendieron bonos que sumaron 78 millones de toneladas de CO2; en 2005, aumentó a 799 millones de toneladas, con un valor de 9401 millones de euros, y en 2006 se comercializaron 1600 millones de toneladas por 22500 millones de euros.
Los países europeos dominaron este mercado del CO2 con el 86% de las compras.
Y eso que es falso el postulado que lo sostiene, porque las reducciones de emisiones no son equivalentes, y no se pueden intercambiar los derechos a emitir gases invernadero entre agentes tan diferentes como una planta termoeléctrica, una siderúrgica o una granja de cerdos.
Por lo tanto, las reducciones de emisiones correspondientes no pueden ser iguales, ni desde el punto de vista de equidad, ni desde el punto de vista tecnológico.
La UE, nacida de un núcleo de países con intereses en el carbón y el acero (CECA) anuncia que abanderará la «lucha» contra el cambio climático… sólo si «es razonable«.
«Razonable»… para la patronal europea BusinessEurope, que ya ha afirmado que un recorte del 40% en las emisiones de CO2 para el año 2030 sería excesivo, porque el resto de socios internacionales de la UE no están haciendo esfuerzos «comparables».
Por cierto… Las organizaciones ecologistas creen que ese objetivo del 40% ni siquiera es lo suficientemente ambicioso como para frenar el cambio climático.
Otro problema de fondo en la lucha contra el calentamiento global causado por la acción humana, es la tentación de utilizar a los concienciados para convertirlos en «tontos útiles» al servicio del poder político y económico.
Todos sabemos que a medio plazo el petróleo se acaba, y con él, la principal fuente de energía de nuestra civilización. Hay que cambiar de combustible y de tecnología, y eso… cuesta dinero.
¿Qué hacer?… Fácil. Si convencemos a los suficientes millones de personas de que son culpables de la destrucción del planeta, serán éstos quienes cargarán con el coste del cambio tecnológico.
Y ya está en marcha.
Así es como se ha creado el Fondo Verde para el Clima (FVC, en inglés GCF), al que los países han de aportar dinero.
Una vez conseguido, buena parte del FVC se destinará a aplicar las tecnologías de almacenamiento geológico del CO2 («captura de carbono», algo similar al sísmico Proyecto Castor de gas), una tecnología ineficiente que luego analizaremos, pero que propicia la corrupción de gobernantes de países en desarrollo: por un poco de dinero, permiten que sus territorios y compatriotas carguen con el CO2.
El turismo del desecho ya tiene precedentes. Por ejemplo: en 2011, la asolada y maltratada Haití recibió los restos de la incineración de la basura de todo un año de la ciudad de Los Ángeles (California, EEUU), a cambio de “ayuda monetaria y humanitaria” tras el terremoto que sacudió este país caribeño.
Como buen mercado, el mercado del CO2 es un negocio para las fábricas, y una ruina para el Estado.
En España, por ejemplo, entre 2008 y 2012, ha resultado un enorme negocio para la industria «pesada»: cementeras, azulejeras, ladrilleras, etc.
Como han funcionado a medio gas por la crisis, han vendido sus derechos de emisión de CO2 no usados por 1279 millones de euros.
No parece se haya destinado para mantener a sus plantillas fuera del paro.
Mientras, en el mismo periodo, el gobierno español debe compensar el exceso de emisiones de los ciudadanos (que se ve son los «culpables»), destinando 1250 millones a comprar Derechos de CO2 en el extranjero.
Una vez más, se aplica la regla de oro del capitalismo neoliberal: «privatizar las ganancias y socializar las pérdidas«.
No sorprende que, en 2009, de los 144000 millones de dólares que se destinaron a los mercados de
carbono, sólo el 0,2% se dirigiese a proyectos concretos… El grueso se destinó a gastos de intermediación, consultorías, estudios, inversiones estilo “compra con vocación ambiental de tierras”…
Estas cifras encajan con la estrategia de presión de los lobbies que actúan en representación de las multinacionales implicadas.
Por ejemplo.
El transporte marítimo mueve el 80% del volumen, y un 70% del valor del comercio mundial.
A su vez, la aviación civil soporta el 8% de la actividad económica internacional y, con sólo un 0,5% del volumen, mueve más del 25% del valor del comercio mundial.
El Protocolo de Kioto permite, gracias a la redacción de su Artículo 2.2, que ninguna nación se vea obligada, de forma individual, a reducir ninguna de sus emisiones en los sectores del transporte marítimo y la aviación civil.
Las propuestas de reducción no prosperaron por ir en contra de los intereses de las navieras, las compañías aéreas, el sector turístico, el comercio…
Sólo hubo acuerdo para implantar un impuesto internacional… que se aplica al pasajero aéreo.
No se quiso poner en peligro el lucro global de estas actividades, cuyo coste medioambiental podría reducirse con alternativas de consumo locales o más cercanas.
Y estos 2 sectores, transporte marítimo y aéreo, sólo son responsables del 5% de las emisiones de CO2 mundiales.
Así que es fácil suponer la presión que ejercerán los lobbies de las industrias petrolera, nuclear, agrícola y forestal, para evitar que se acuerden medidas de reducción de sus emisiones, que son las mayoritarias.
En cuanto a la responsabilidad de los países, y asumiendo un trato igualitario, los estados en vías de desarrollo se niegan a adoptar medidas al mismo nivel que los países desarrollados.
El futuro, a medio plazo, se juega en Asia.
En 2030, la flota de automóviles de China habrá superado a la de EEUU (que, a su vez, se habrá incrementado en un 60%), y en 2050, China tendrá casi tantos coches como todo el mundo tiene en la actualidad. E India «avanzará» también con una flota de 367 millones, 45 veces el número en sus carreteras congestionadas hoy.
El número de automóviles en todo el mundo crecerá desde los 600 millones de 2005 a unos 2900 millones en 2050.
Más acero… más carbón.
Muchos de esos vehículos serán de bajo precio (‘low-cost’), con lo que su consumo de petróleo no será «muy refinado«.
Quizá, en este contexto, el previsible consiguiente aumento del precio del petróleo actúe como paulatino efecto disuasorio.
Pero, entretanto, da miedo pensar en la polución del aire.
O en el terreno que se ganará para construir carreteras y autopistas a costa de la agricultura tradicional.
O, incluso, en coches eléctricos recargados con energía procedentes de carbón «limpio», de centrales nucleares y de otras fuentes no-renovables.
En paralelo, oiremos hablar de «soluciones» tecnológicas que no son efectivas, pero sobre las que nos desinformarán para hacernos creer que lo son… o que lo pueden ser pronto.
Por ejemplo, la captura y almacenamiento de CO2 (CAC, en inglés CCS).
Se anuncia como un método práctico y de bajo coste que ya está casi listo para reducir las emisiones de CO2 de las centrales eléctricas.
Sin embargo, la mayoría de sus ensayos y proyectos piloto ya se han abandonado en (casi) todo el mundo.
¿Por qué?
Porque estos «prometedores» sistemas CAC consumen energía, lo que obliga a gastar más combustible, y por tanto, deviene en mayores emisiones de CO2 … En efecto: así, no tiene sentido aplicarlos.
Pero es útil divulgar su supuesta bondad: beneficia a quien lo va a desarrollar, y a quien podrá seguir emitiendo CO2 dando por sentado que en algún momento se conseguirá hacerlo viable.
Ni el cambio climático es reversible… ni nos va a esperar.
Hay soluciones tecnológicas limpias, ya disponibles. Implementarlas, sólo requiere voluntad política.
Cabe pensar, parafraseando a Eduardo Galeano, que «si la naturaleza fuera un banco, ya la habrían salvado«.
(Continuará)